"En el fondo del pozo parecía de noche, sin estrellas y sin fin." Me sumergí en la oscuridad espesa del infinito con un salto juguetón, un brinco como de cabrita que pasa por encima del alambrado burlando la vigilancia. La espaciosidad sin límites que se abría paso me llamaba como un universo de múltiples posibilidades.
Salté, y la caída se hizo tan larga que, en realidad, más que caer parecía que flotaba. Estaba como suspendida en el aire, un aire denso, casi con una textura gelatinosa. Aún así, algo avanzaba, sentía el vértigo en las venas y en la piel. Mi cara se empezó a deformar y me di cuenta al percibir que mis mejillas, que siempre habían sido más bien carnosas, se estiraban para arriba hasta la altura de mis ojos, los párpados se abrían, también, con las pestañas haciéndose cada vez más largas y las orejas, bueno, las orejas ya eran algo indescriptible.
Todo mi cuerpo se resistía a caer, generaba fricción con el gel que me mantenía suspendida en caída libre en un juego de fuerzas y equilibrio.
En algún momento empecé a sentir frío, la piel se estaba separando de la carne, luego la carne de los huesos, los huesos se desplegaron en segmentos por articulación, luego en células y partículas. Pero todo se dio de una manera muy natural, eh. ¿Miedo? no, miedo no tuve, se sintió como desnudarse. Se sintió como Libertad.
* El entrecomillado pertenece a la escritora Ines Garland.
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