Las hojas corrían su maratón de otoño en la vereda, la pava silbaba sus octavas en la cocina y el mate se le enfriaba en la mano. Esas semanas habían sido tan frías, mucho más que de costumbre; hacía rato que no salía el sol, las nubes cubrían los cerros y había un extraño aroma en el barrio. Los días transcurrían en lo cotidiano y A LA NOCHE, CUANDO SE IBA A LA CAMA, SE PREGUNTABA CÓMO NO LO HABÍA VISTO VENIR, SI ERA OBVIO QUE PODÍA PASAR.
En realidad no es que fuera tonta, pensaba, es que el proceso fue tan sutil, tan sutil, que se fue aclimatando como cuando baja la luz de a poco y el ojo se acostumbra a la oscuridad. Al principio fue un poco incómodo eso de andar siempre sobre los metatarsos, talones levantados, como en puntitas; los dedos de las manos entumecidos se iban engarrotando. Pensó que serían cosas de la edad y no le hizo demasiado caso. Después empezó a salirle una pequeña protuberancia al final de la columna… raro. Otro día notó que le resultaba más fácil bajar de la cama saltando y aterrizó sobre sus cuatro… ¡¿patas?! ¡¿Qué es lo que estaba pasando?!Tranquila minina, escuchó decir a su gato.
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