Va de nuevo.
Me siento en la terraza con mi mate amargo a pensar en las partículas que pasan de un lado a otro del reloj de arena de mi tiempo, si es que algo significan... comienza a llover, una por una caen espaciadas unas gotas gordas sobre mi brand new notebook y lo mejor es que no me importa. Igualmente, y por las dudas, me doy vuelta y cubro con mi cuerpo el artefacto que reposa sobre mis ya cansadas rodillas.
Drexler canta pero no en mi oído. Cierro los ojos y te veo recortado en los cumulus nimbus del horizonte que se esconde tras los edificios de la ciudad que me vio nacer, esa ciudad que no me acuna ni me abriga. Los días son más largos. La brisa se lleva mi pelo al infinito, mi pelo larguísimo que crece sin un fin aparente, sin final ni finalidad.
Miro de soslayo y busco una frase en los cuadraditos marrones que componen el suelo donde poso mis huesitos acolchados, algunos claros y otros oscuros (los cuadrados, no los huesos), mosaicos que alguna vez fueron elegidos de entre otros de un catálogo y ahi la veo, un escarabajito rojo con manchitas negras, una vaquita, dura como un fósil en un museo, que me mira desde abajo. No soy supersticiosa, pero...
Por un momento me pregunto si ese representante de la buena suerte, tan muerto como puede estarlo un insecto muerto -¿Son insectos los escarabajos? Nota mental: consultar con el amigo biólogo antes de darle fin al relato. Nota mental 2: ¿Son escarabajos las vaquitas?-, me pregunto si es una metáfora que me regala el atardecer como una respuesta contundente y concreta a mis telúricos, inútiles y para nada concretos dilemas.
Me siento en la terraza con mi mate amargo a pensar en las partículas que pasan de un lado a otro del reloj de arena de mi tiempo, si es que algo significan... comienza a llover, una por una caen espaciadas unas gotas gordas sobre mi brand new notebook y lo mejor es que no me importa. Igualmente, y por las dudas, me doy vuelta y cubro con mi cuerpo el artefacto que reposa sobre mis ya cansadas rodillas.
Drexler canta pero no en mi oído. Cierro los ojos y te veo recortado en los cumulus nimbus del horizonte que se esconde tras los edificios de la ciudad que me vio nacer, esa ciudad que no me acuna ni me abriga. Los días son más largos. La brisa se lleva mi pelo al infinito, mi pelo larguísimo que crece sin un fin aparente, sin final ni finalidad.
Miro de soslayo y busco una frase en los cuadraditos marrones que componen el suelo donde poso mis huesitos acolchados, algunos claros y otros oscuros (los cuadrados, no los huesos), mosaicos que alguna vez fueron elegidos de entre otros de un catálogo y ahi la veo, un escarabajito rojo con manchitas negras, una vaquita, dura como un fósil en un museo, que me mira desde abajo. No soy supersticiosa, pero...
Por un momento me pregunto si ese representante de la buena suerte, tan muerto como puede estarlo un insecto muerto -¿Son insectos los escarabajos? Nota mental: consultar con el amigo biólogo antes de darle fin al relato. Nota mental 2: ¿Son escarabajos las vaquitas?-, me pregunto si es una metáfora que me regala el atardecer como una respuesta contundente y concreta a mis telúricos, inútiles y para nada concretos dilemas.